Santo Tomás de Aquino antes de Santo Tomás de Aquino según Chesterton
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- Nelson Santillan
- 12 de julio de 2024
- El Rincón Formativo
Antes de publicar en 1933 su famoso libro «Santo Tomás de Aquino», el genial apologista inglés Gilbert Keith Chesterton había escrito para el semanario The Spectator (el 27 de febrero de 1932) un artículo con el mismo título acerca del Aquinate, tras el cual la editorial Hoddern & Stoughton le encargó el libro (según acredita la página web de la American Chesterton Society). Dicho artículo fue editado por primera en vez en castellano en el año 2010, y es claramente una síntesis perfecta y previa de su gran obra y, por eso mismo, una puerta de entrada a ella. Lo compartimos ahora, con algunas breves aclaraciones iniciales, y ahorrándonos de agregar más, reteniendo la tentación de hacerlo, para no fatigar en su lectura. Y ahora sí, a continuación, el escrito de Chesterton.
La dificultad de hablar de Santo Tomás de Aquino en este breve artículo es la de seleccionar ese aspecto, entre las muchas facetas de su mente, que mejor sugiera su tamaño o escala. Por el enorme cuerpo que albergaba a su enorme mente, le decían “El Buey”; pero es imposible reducir semejante cerebro a literatura popular recurriendo al chiste del buey metido en una taza de té (1). Fue uno de los dos o tres gigantes; uno de los dos o tres hombres más grandes que jamás han existido; y no me sorprendería nada que resultara ser, santidad aparte, el más grande de todos. Otra manera de plantear el problema sería diciendo que la proporción cambia según con qué hombres lo agrupemos, o con qué hombres lo comparemos. No aprehendemos la escala sin ver a los pocos hombres de la Historia que podrían ser sus rivales.
Así que podemos empezar comparándolo con lo que abundaba en su tiempo; y contar la historia de sus aventuras entre sus contemporáneos. Ya en este aspecto arrojó luz sobre la Historia, aparte de la luz que arrojó sobre la Filosofía (2). Fue de alta cuna, emparentado con la casa imperial, hijo de un noble de Aquino, cerca de Nápoles, y cuando expresó su deseo de ser monje, es típico de su época que se le dieran todas las facilidades (hasta cierto punto). Un gran caballero podía ser decorosamente admitido en la ya antigua orden de los benedictinos; como si ahora el hijo menor de un caballero se metiese a cura. Pero es que el mundo se acababa de ver sacudido por una revolución religiosa, y había pies extraños en todos los caminos (3). Y cuando el joven Tomás insistió en hacerse dominico, fraile mendicante, sus hermanos lo persiguieron, lo secuestraron y lo metieron en un calabozo. Era como si el hijo del caballero se hubiera metido a gitano o a comunista. Pero consiguió ser fraile, y pupilo preferido, en Colonia, del gran Alberto Magno. Después se fue a París, y destacó en la defensa de las nuevas órdenes mendicantes en la Sorbona entre otros lugares. Luego pasó a la gran controversia, importantísima, en torno a Averroes y Aristóteles; a la gran reconciliación entre fe cristiana y filosofía pagana. Su vida material estaba prodigiosamente preocupada con estas cosas. Era un hombre grandote, con poco pelo, paciente y amable, pero dado a quedarse en blanco. Cenando con san Luis, rey de Francia, se quedó como ausente, y de pronto dio un puñetazo en la mesa diciendo: “¡Y así acabaremos con los maniqueos!”. El rey, con su fina ironía inocente, mandó a un secretario para que tomase nota de la línea argumentativa, no se le fuese a olvidar.
También se le puede comparar con otros santos o teólogos, como místico más que como dogmático. Pues era, como hombre sensato, místico en privado y filósofo en público. Claro que Tomás de Aquino tenía «experiencia religiosa»; pero no exigía a la gente que razonase desde la experiencia de Tomás de Aquino. Sólo pedía que cada cual razonase desde la suya. Sus experiencias incluían casos, bien documentados, de levitación en éxtasis; y la Santísima Virgen se le apareció, reconfortándolo con la buena noticia de que nunca sería obispo. De manera parecida, podemos comparar el esquema tomista con los de otros que discrepaban con él, como Escoto o Buenaventura. Aquí no hay sitio para grandes distinciones, más allá de la distinción general; Santo Tomás tiende, al menos relativamente, a lo racional; los demás, a lo místico, o casi a lo romántico. En cualquier caso, nunca hubo teólogo más grande, y probablemente nunca hubo santo más grande. Pero decir que fue más grande que Santo Domingo, o que San Francisco, no llega ni a insinuar lo grande que fue.
Para entender su importancia, hay que compararlo con los dos o tres credos cósmicos alternativos: él es todo el intelecto cristiano hablando con el paganismo o el pesimismo. Discute, a través de los siglos, con Platón o con Buda; y él gana. Su mente era tan amplia, y de un equilibrio tan hermoso, que para sugerirla habría que hablar de un millón de cosas. Pero tal vez la mejor simplificación sea ésta. Santo Tomás se enfrenta a otros credos del bien y del mal, sin negar para nada el mal, con la teoría de dos niveles del bien. El orden sobrenatural es el bien supremo, como para cualquier místico oriental; pero el orden natural es bueno; tan sólidamente bueno como para cualquier hombre corriente. Así es como “acaba con los maniqueos”. La fe es más elevada que la razón; pero la razón es más elevada que todo lo demás, y tiene derechos supremos en su propio dominio. Ahí es donde anticipa y responde al grito anti-racional de Lutero y compañía; como me dijo un poeta altamente pagano: “La Reforma tuvo lugar porque la gente no tenía cerebro para entender a Aquino”. La Iglesia es más inmortalmente importante que el Estado; pero el Estado tiene sus derechos, así y todo. Esta dualidad cristiana siempre ha estado implícita, como en la distinción que hizo Cristo entre Dios y el César, o la distinción dogmática entre las naturalezas de Cristo. Pero a Santo Tomás corresponde la gloria de haber descubierto ese doble hilo como clave de mil cosas; y así creó el único credo en el que los santos pueden estar cuerdos. Se presenta ante el mundo moderno como el único credo en el que los poetas pueden estar cuerdos. Porque ahora no hay nadie que acabe con los maniqueos; y toda la cultura está infectada de la leve sensación impura de que la naturaleza, y todas las cosas que tenemos detrás y debajo, son malas; para el intelectual sólo hay exaltación en las alturas. Santo Tomás exaltó a Dios sin rebajar al hombre; exaltó al hombre sin rebajar la naturaleza. Así, hizo un cosmos de sentido común, terra viventium, tierra de los vivos. Su filosofía, como su teología, es la del sentido común. No tortura el cerebro con desesperados intentos de explicar la existencia restándole importancia.
Los primeros pasos de su mente son los primeros pasos de cualquier mente honesta; igual que las primeras virtudes de su fe podían ser las de cualquier campesino sincero. Pues él, que combinó tantas cosas, también combinó la sutileza con la simplicidad intelectual; y el sacerdote que asistió en su lecho de muerte a este titán de energía intelectual, cuyo cerebro había arrancado de raíz el mundo entero, y penetrado en cada estrella, y dividido cada paja del universo del pensamiento e incluso del escepticismo, dijo que, al escuchar la confesión del moribundo, de repente le pareció estar escuchando la primera confesión de un niño de cinco años.
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(1) Aun habiendo puesto mucha voluntad, no hemos podido encontrar cuál es ese chiste, de indudable origen inglés, al que hace mención Chesterton. Pero suponemos que sería análogo a nuestro: “¿Cómo hacés para esconder un elefante en la avenida 9 de julio? Llenando la 9 de julio de elefantes”, quedando entonces algo del tipo: “¿Cómo hacés para meter un buey en una taza de té? Buscando una taza de té del tamaño de un buey”.
(2) Alguno se preguntará por qué Chesterton no resalta tanto en este artículo la teología del Ángel de las Escuelas, y destaca más su filosofía. Es porque, precisamente, el que luego sería su libro versa más sobre la faceta del filósofo en Tomás que la del teólogo. Y así lo se señala en la introducción de su obra, refiriéndose a la brevedad de la misma: “En tan reducidos límites apenas puedo explayarme acerca del filósofo, fuera de demostrar que tuvo una filosofía. Me he limitado únicamente –por decirlo así- a proporcionar botones de esa filosofía”. Pero aclarando un poco más adelante, en esa misma introducción que “he tomado como punto de partida que la biografía es una introducción a la filosofía, y que ésta, a su vez, lo es a la teología. Yo solamente puedo conducir al lector un poquito más allá del primer escalón”.
(3) El autor hace referencia a la aparición de las grandes órdenes mendicantes (dominicos y franciscanos), y no al Cisma Protestante o al Anglicanismo, como tal vez alguno inadvertidamente suponga (porque sería un anacronismo imposible de suponer de parte del maestro y testigo de la fe que es Chesterton).
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