«Carpe Diem» por Juan Ignacio Fernández Ruiz
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- Nelson Santillan
- 23 de agosto de 2024
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- El Rincón Formativo
Seguramente hemos escuchado este imperativo numerosas veces: carpe diem! (“¡aprovecha el día!”), o alguna de sus variantes: vive el momento; YOLO (“solo vives una vez”, en inglés); el tiempo corre (que traduce el tempus fugit latino); memento mori (“recuerda que morirás”), no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy, etc.
La gran mayoría de las veces, por no decir todas, el mensaje detrás de estas frases es algo así: que no te importe nada distinto de lo que tú quieras hacer (lo que digan los demás, las normas morales, los mandatos religiosos, los parámetros culturales, el status quo, tus propios moldes, la expectativa, etc.), sino libérate, haz sin medida lo que te gustaría hacer, sin importar qué, justamente porque nada importa más que el instante presente. Carpe: aprovecha, libérate. Diem: solo el día existe y no hay nada más, todo se va a perder, o lo vives o se va.
Estas invitaciones parecerían oponerse a una visión negativa de la vida, propia de aquellas personas que, justamente, solo cumplen lo que deben hacer, como el trabajo o el estudio, y llevan una vida rutinaria, comprometida en proyectos sólidos, olvidándose que lo único que vale es el momento. Pero cabe hacerse una pregunta: si solo vale el momento, el fugaz y vacío instante, si después nada queda, todo se pierde, ¿el diem es realmente −perdón por el neologismo− “carpeable”? ¿Se puede aprovechar algo que, en sí mismo, no tienen ningún provecho? Si el tiempo no guarda ninguna relación con la trascendencia, porque no hay nada trascendente, sino que es esclavo de una inmanencia pasajera, transitoria e inconsistente, entonces ¿no valen lo mismo ambas opciones vitales: tanto la primera del carpe diem como la segunda del hombre kantiano del deber? En efecto, el tiempo pierde su valor, se volatiliza, por lo que solo queda o liberarse sin importar qué, o morir hasta el final en la tristeza del deber.
Sin embargo, Santo Tomás de Aquino ofrece una tercera alternativa a este dilema. El diem no es solo un instante vano, vacío, sino que cada momento del tiempo presente está cargado del pasado que llevó hacia él y encierra como en germen al futuro que desde allí brotará. En el mismo diem está el ayer y el mañana: el que solo vive el presente, sin mirar al pasado y al futuro, vive menos el presente que el que tiene en cuenta aquellas otras dos dimensiones temporales que se encuentran en el mismo presente. Es lo que enseña el Aquinate cuando dice que el prudente, que es el que realiza lo mejor en cada momento, el que aprovecha verdaderamente el día, tiene que tener memoria praeteritorum, intelligentia praesentium y providentia futurorum (“memoria de los pasados, inteligencia de los presentes y providencia de los futuros”) .
Además, cada instante, si bien abandonado a sí mismo es fugaz, justamente por esto necesita una fuerza de eternidad para ser sostenido: en cada instante hay una participación de la eternidad divina que conserva el tiempo . Así, cada tiempo presente conecta con la eternidad y lo que en ese momento único se viva, no se pierde, sino que, al contrario, queda grabado para siempre. La trascendencia del tiempo, en su participación con la eternidad, asegura que se pueda aprovechar: hay carpe, precisamente porque el diem es aprovechable, tiene algo que no se pierde nunca. El instante es el momento privilegiado en el que la persona ejerce su libertad y se define eternamente, allí se arriesga y se juega su vida personal y eterna. El carpe es un imperativo que da vértigo, porque muestra que la libertad no es no jugarse por nada, pudiendo hacer cualquier cosa, sino, más bien, es la capacidad de la persona por jugársela enteramente a sí misma y su destino.
En pocas palabras: podemos aprovechar el día, porque no solo hay día, sino que en el día hay eternidad.
Finalmente, el único ser que puede escuchar con sentido este imperativo, carpe diem, es el hombre, la persona. El resto de la creación vive subsumida en el tiempo presente, porque todo su ser es temporal y se pierde con el tiempo. La persona, en cambio, enseña Santo Tomás, tiene un ser que participa más de la eternidad que del tiempo físico. Por su espiritualidad, la persona se abre a todos los instantes del tiempo, pudiendo mirar al pasado, presente y futuro, y no solo al fugaz instante. La persona es la única que, por su espíritu, puede realmente aprovechar el momento y vivir cada presente justamente como un presente, un don, algo dado por su Creador para unirse a Él.
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Comentario (1)
Roberto Giordano Lerena
25 Ago 2024Muy buen artículo.
Una mirada conciliadora de Santo Tomás de Aquino, desde la profundidad de la persona. Imprescindible mirada, en tiempos de tanta «volatilidad espiritual».
Gracias !