«Corazones en vigilia ¡Espíritu Santo, ven!»

Nelson Santillan

Por Josefina Ferrari de Mena

Estamos a la espera. Con el corazón inquieto y expectante. Algo grande va a suceder: el mismo Cristo nos lo prometió: “Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24, 49).

Así nos encontramos: esperando en Jerusalén, la Tierra Santa —es decir, en la presencia de Dios, en la oración—, como los Apóstoles en el Cenáculo. Con el corazón dispuesto y esperanzado para recibir la investidura de la fuerza de Dios: el Paráclito prometido.

En pocos días viviremos un nuevo Pentecostés. Como aquella vez, Cristo resucitado y vivo en el Cielo nos envía su Espíritu a la Iglesia y a cada uno de sus miembros. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad —el Amor entre el Padre y el Hijo— desciende sobre nosotros, así como en los Apóstoles y la Virgen María, para lanzarnos a la misión.

Este Don de Dios viene a incendiarnos con el fuego de su Amor. Ese fuego que ilumina nuestras tinieblas para poder vivir en la verdad y comprender los designios de la Providencia:

“El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14,26).

Ese fuego que ablanda la dureza del corazón y, como un herrero, lo modela hasta hacerlo más semejante al de Jesús:

“Nosotros, en cambio (…) somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Cor 3,18).

El Espíritu viene a ser fuente de unidad. Como el fogón en torno al cual nos reunimos con alegría, y donde redescubrimos el valor de la amistad:

“Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo” (1 Cor 12,13).

El Espíritu es también fuego que enciende el corazón de fervor para compartir con los demás la experiencia del amor de Cristo que nos transformó:

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).

Es Él quien nos impulsa a evangelizar, quien da palabras al tímido, coraje al débil, y creatividad al sencillo. 

Esto es Pentecostés: el Espíritu Santo que viene a hacer nuevas todas las cosas. No importa cuán viejas o rotas estén. Él tiene la fuerza para restaurarnos con su gracia, “porque Él, el Consolador, es Espíritu de sanación, es Espíritu de resurrección, y puede transformar esas heridas que te queman por dentro” (Papa Francisco, Homilía de Pentecostés 2022).

Solo con la fuerza del Espíritu Santo podremos alcanzar esa plenitud que tanto anhelamos. Tenemos el corazón inquieto, en búsqueda. Y es el Espíritu quien viene a darnos paz, alegría y plenitud. Sólo su Amor sacia nuestra sed de amor. Sólo Él puede darnos un corazón que sepa amar de verdad, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5, 5).

En el Espíritu encontramos nuestro reposo, ya que es Él quien nos eleva al Padre, quien nos mueve a llamarlo Abbá, es decir, “Padre” (cfr. Jer 3,19; Mc 14,36; Rm 8, 15). “Sin el Espíritu no hay relación con Cristo y con el Padre. Porque el Espíritu abre nuestro corazón a la presencia de Dios y lo atrae a ese «torbellino» de amor que es el corazón mismo de Dios” (Papa Francisco, Audiencia General, 17/3/2021). 

Por eso decimos que el Espíritu es maestro de oración, porque no solo nos enseña a rezar, sino que reza en nosotros, incluso cuando no sabemos hacerlo. Y, habitándonos interiormente, nos va moldeando, transformando y santificando.

Pero esto no es una cuestión mágica. El Espíritu obra en la medida en que lo dejamos actuar. Se necesita de nuestra disposición y cooperación. La gracia supone y eleva la naturaleza, como nos enseña Santo Tomás de Aquino. Por eso es necesario estar en vigilia, prepararnos, estar a la espera. Para que, cuando venga el Espíritu, pueda desplegar todo su poder en nuestras vidas y en nuestra comunidad. 

Solamente con la acción del Espíritu Santo una persona o una comunidad pueden ser transfiguradas según la imagen de Cristo. Solo con su fuerza podremos ser impulsados hacia la misión. Solo si le abrimos las puertas al Amor de Dios podremos encontrar la misericordia, la paz y la alegría. 

Estamos a la espera. Con el corazón inquieto y expectante. Algo grande va a suceder: Viene el Espíritu Santo. Y viene a hacer nuevas todas las cosas. 

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