Por Pablo Gaete
Hace algunos días observaba a mi hija de 4 meses y me preguntaba cómo podían convivir tanta belleza y tanta fragilidad en un mismo ser. Varios interrogantes surgían dentro mío. Una de esas preguntas es ¿hay belleza en la fragilidad?. Y la respuesta es sí, hay belleza en la fragilidad. Y no es una belleza menor ,sino que es una belleza profundamente humana. La fragilidad revela valor. Aquello que puede romperse, perderse o acabarse importa más, porque no se da por descontado.
La fragilidad es el lugar elegido por Dios para manifestarse. Cristo nos redimió desde la fragilidad de la carne, es decir, desde el pesebre hasta la Cruz. La belleza cristiana no está en lo invulnerable, sino en el amor que se entrega aun pudiendo ser herido. Desde la propia experiencia, creo que nos cuesta comprender que lo valioso no se posee, sino que se custodia.
Pienso que la fragilidad también nos abre a la comunión. Nadie es autosuficiente cuando reconoce su límite. Lo frágil invita al otro y crea vínculos. A un mismo tiempo, despierta responsabilidad y misericordia. Donde todo es fuerte, no hace falta nadie. Donde hay fragilidad, nace la comunidad. Desde que nacemos (como acaba de suceder con mi hija María Magdalena) hasta que morimos, necesitamos de nuestra familia y amigos. Hay belleza en la fragilidad, porque en ella aparece la verdad de lo humano, la necesidad del otro y la posibilidad del amor. Y en el amor, la presencia de Dios. No es la belleza que provoca muchos likes y miles de seguidores, sino la del sentido. No es la belleza de lo eterno ya poseído, sino la de lo eterno anhelado.
LA NAVIDAD Y LA FRAGILIDAD
La Navidad es la confirmación más luminosa de que hay belleza en la fragilidad. Dios pudo venir con poder, con signos de fuerza y dominio. Sin embargo, eligió la fragilidad: un niño envuelto en pañales, un pesebre con animales, una madre joven, un padre silencioso, una noche fría. La Navidad proclama que la salvación no entra al mundo imponiéndose, sino ofreciéndose. El Niño de Belén es la fragilidad absoluta: no habla, no se defiende y, sobre todo, no exige. Y, sin embargo, en esa debilidad se manifiesta la gloria de Dios.
La belleza de la Navidad no está en la grandeza exterior, sino en lo pequeño. Todo sucedió en un establo y no en un palacio. Se anunció a pastores y no a los poderosos de turno. El niño Jesús recibió pañales en lugar de una corona. Así, se revela una verdad decisiva y vital: Dios confía en el amor humano y acepta el riesgo de ser rechazado o aceptado. Y esa es la pregunta para nuestro corazón en este Adviento: ¿Voy a aceptar o rechazar al Niño Jesús? ¿Me dejaré transformar por su presencia o mi corazón estará dedicado al dinero, la fama o mis más bajos deseos?
La Navidad nos ayuda a educar el corazón para reconocer que lo más valioso no hace ruido. Por eso, celebrar la Navidad es aprender a no despreciar la fragilidad: ni la propia, ni la del otro, ni la del mundo. Es descubrir que allí donde algo puede romperse, también puede ser amado. La Navidad nos enseña que la belleza más verdadera no está en lo que se impone, sino en lo que se entrega. Y que la fragilidad, cuando es habitada por el amor, se vuelve lugar de Dios.
LA NAVIDAD, TIEMPO DE MISERICORDIA
La misericordia nace donde hay fragilidad. Sin fragilidad, la misericordia sería innecesaria. Y, como correlato, sin misericordia la fragilidad quedaría abandonada. La fragilidad revela el límite, la herida y la necesidad. Y la misericordia es la respuesta amorosa frente a ese límite, esa herida y esa necesidad. Por eso, bíblicamente, Dios no se presenta como misericordioso ante la fuerza, sino ante la debilidad del hombre. La Navidad vuelve a iluminar este vínculo, es decir, Dios no solo tiene misericordia, sino que se hace frágil por misericordia. El Niño Jesús no es objeto de compasión, sino que es la Misericordia misma que se deja cuidar.
La misericordia no humilla la fragilidad, sino que la custodia. Por eso Cristo nunca desprecia al débil, al pecador y al que está cansado. También en la vida familiar y comunitaria la fragilidad de uno convoca la misericordia del otro: el cansado necesita paciencia, el torpe necesita ayuda, el que falla necesita corrección sin humillación. Así, la fragilidad presenta al corazón un sinfín de oportunidades para la misericordia concreta, cotidiana y silenciosa.
La misericordia, a su vez, revela la belleza de la fragilidad. Lo que es cuidado se vuelve valioso. Donde hay misericordia, la fragilidad deja de ser un defecto y se convierte en puerta de un vínculo más profundo. Dios es misericordioso porque ama lo frágil. Y el ser humano aprende a ser misericordioso cuando deja de negar su propia fragilidad y la del prójimo. Allí donde la fragilidad es acogida, el Evangelio se vuelve creíble y el amor se hace visible.
LA FRAGILIDAD Y EL ANSIA DE PODER
La fragilidad y el ansia de poder representan dos lógicas opuestas para habitar el mundo. El poder, tal como lo propone la cultura dominante, busca control, seguridad, dominio y autosuficiencia. Aspira a eliminar la vulnerabilidad, a blindarse frente al riesgo y a no depender de nadie. En esta lógica, la fragilidad es vista como un defecto, una amenaza o algo que debe ocultarse.
La fragilidad, en cambio, reconoce el límite y acepta la dependencia. Donde el poder se afirma desde el “yo puedo solo”, la fragilidad dice “necesito del otro”. En la misma línea, el Evangelio establece un contraste radical. Mientras el mundo identifica grandeza con poder, Cristo identifica grandeza con entrega. El punto más alto del amor no es el trono, sino la cruz. La Gloria no se encuentra en la imposición, sino el don de sí. Allí donde el poder busca subir, la fragilidad cristiana desciende.
El ansia de poder produce miedo: miedo a perder, a envejecer, a fallar y a depender de otro. La fragilidad, cuando es asumida, libera del miedo, porque ya no se vive defendiendo una imagen de fortaleza. Por eso el poder necesita máscaras, y la fragilidad permite la verdad. Además, el poder tiende a instrumentalizar, es decir, usa personas, tiempos y vínculos como medios. La fragilidad, en cambio, humaniza. Nos obliga a detenernos, a escucharnos y, en última instancia, a cuidarnos. Allí donde reina el poder, la eficiencia es la que manda y donde se acoge la fragilidad, aparece la misericordia.
El mayor juicio al ansia de poder del mundo es la Encarnación. Dios no vence dominando, sino haciéndose pequeño. No conquista desde arriba, sino salvando desde dentro. Esa elección revela que el poder sin amor vacía al hombre, mientras que la fragilidad habitada por el amor lo plenifica. Por eso la fragilidad no es debilidad moral ni resignación pasiva, sino que es una resistencia silenciosa frente a la lógica del dominio. Afirma que la vida no se gana controlando, sino entregándose, y que la verdadera fuerza no está en imponerse, sino en amar hasta el extremo.






