«La Oración de los Carismas» por el padre Juan Marchetti
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- Nelson Santillan
- 1 de septiembre de 2024
- El Rincón Formativo
Por el padre Juan Marchetti
El 25 de agosto de 2014, el padre Fosbery redactó una oración que tituló “Para pedirle a Dios infunda en Fasta los carismas paulinos prometidos”. Oración que el mismo Señor Jesucristo se la sopló, y que llama poderosamente en nosotros la atención, suscitando varias preguntas. ¿Se puede pedir tanto? ¿Qué querrá decirnos el Espíritu de Cristo por medio de una oración que el mismo fundador reclama para la propia obra que le tocó fundar? ¿Acaso Fasta no tiene un carisma propio aceptado por la Iglesia?
En relación a esa última pregunta, que vamos a responder primero, lo que ocurre es que, claramente estos carismas no se identifican con el propio carisma del Movimiento de Fasta, con lo cual aparece aquí la fuerza analógica del concepto “carisma” (Cfr. El Carisma de Fasta, Fr. Aníbal Fosbery).
Y siguiendo con los interrogantes anteriores, digamos que la Iglesia enseña y exhorta a sus fieles la necesidad de rogar al Señor por los carismas:
“El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y ministerios, y lo adorna con virtudes, sino que también dispensa gracias especiales entre los fieles de cualquier condición «distribuyendo sus dones a cada uno, según él quiere» (1 Co 12,11) , con los cuales los hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mejor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7)” (Lumen Gentium, 12).
Solamente advierte que no hay que pedirlos de modo temerario para un uso personal:
“Y estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios, sin embargo, no deben pedirse temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico; sino que el juicio de su autenticidad y de su uso ordenado pertenecen a la autoridad eclesiástica, a la cual compete, ante todo, no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)” (Lumen Gentium, 12).
No es el caso de la oración del Padre Fosbery. En ella pedimos los dones como Cuerpo, como Ciudad. El destinatario o los destinatarios de los mismos quedan, como siempre, a merced del Donante.
Ahora bien, durante el cierre de un ciclo de lecciones radiofónicas en el año 1969 , el por entonces profesor Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI, argumentaba que la Iglesia estaba en camino de ser “una Iglesia de los primeros tiempos, una Iglesia de minoría”. Palabras que suenan proféticas, pues los discípulos del Nazareno aparentan ser cada vez menos, no tanto por los nuevos incorporados a la Iglesia, sino por aquellos que habiendo recibido la Palabra optaron por dejarla de lado. Así también, la Iglesia de los primeros tiempos fue una comunidad sumamente perseguida, con muchos mártires. Los últimos pontífices se han encargado de hablar de nuestro siglo como el siglo de los mártires. Efectivamente, muchos cristianos, hoy en día, son asesinados por profesar su fe.
Por otra parte, esta pequeña comunidad de los orígenes cristianos se caracterizaba por manifestar, al mismo tiempo y con muchísima claridad, su propia dimensión institucional y carismática. Basta leer los Hechos de los Apóstoles para encontrarse con varios de los carismas: el don de lenguas e interpretación (cfr. Hch. 2,6-7); el don de curación de Pedro (Cfr. Hch. 3, 7); el don de profecía de las cuatro hijas de Felipe (Cfr. Hch. 21, 9), etc. Más aún, la misma nómina de dones de Pablo Apóstol (cfr. I Cor 12,1ss) tiene su fundamento en la realidad que los mismos contemporáneos podían atestiguar. De no ser así, la prédica de estos dones hubiera carecido del fundamento mínimo para los oyentes de entonces.
Por esto y por mucho más estamos llamados a esperar y a creer en lo que rezamos; es decir a pensar que obtendremos aquello que pedimos, tal como prometió el Señor: “Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11, 24). Y con este mismo fervor y confianza debemos rogar por los carismas.
Sabemos que las dos dimensiones de la Iglesia, carismática y jerárquica, siempre estuvieron, están y estarán. María y Pedro nunca dejarán de ser parte del Misterio del Cuerpo Místico de Cristo. Por eso no debemos ni desfallecer en la súplica, tanto de nuevos miembros (laicos, consagrados o sacerdotes), como de las gracias necesarias para la edificación de la Viña del Señor. Ni asombrarnos -menos alarmarnos- si empezamos a verlas en nuestra comunidad. Y con esto último, no me refiero solamente a los carismas más espectaculares.
En su tiempo, el Papa san Pablo VI exclamó que la Iglesia necesita un perenne Pentecostés:
“¿Contempláis ante vuestros pasos los caminos interminables que os conducirán a todas las partes del mundo para llevar el mensaje que la Roma católica os consigna? ¡Qué maravilloso espectáculo, qué tremenda aventura, qué perenne Pentecostés!” (Homilía de Pentecostés, 17/5/1964).
Incluso todavía arriesgó más al decir que
“el Espíritu Santo es la primera y última necesidad de la Iglesia” (Audiencia general, 29/11/1972 ).
Nuestra Ciudad miliciana, como parte de la Iglesia, también necesita su perenne Pentecostés. Pienso que esto no es otra cosa que esa gran consigna eclesial con la cual nuestro padre fundador tantas veces nos insistió: renovación y fidelidad.
La obra de Fasta ya ha transitado una cantidad importante de años. Varias generaciones conforman sus filas y siempre viene bien el consejo de Jesús: “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo” (Mt 13, 52). ¿Cómo es posible ser fiel a un carisma en los tiempos nuevos que corren? ¿Cómo es posible mantener un tono o un modo de vida en medio de tantas modas que cambian a cada instante?
El único que puede asegurarnos la fidelidad e integridad es el mismo que concedió aquel don: el Espíritu Santo. Así sigo comprendiendo un poco más el alcance de esta plegaria del fundador, pues la obra de Fasta, al tener su toque de misterio, sigue desenvolviéndose, en lo que a su alcance se refiere, incluso ahora que ya se cerró su tiempo fundacional con la Pascua del Fundador. Y es en este momento de nuestra historia, que los milicianos tenemos la misión de custodiar, transmitir y encarnar un estilo que santifica al hombre.
Es una tarea justa y necesaria. Pues los dones del Señor son irrevocables, y a cada uno se le pedirá en función de lo recibido. Somos simples administradores, no capataces, no dueños de la estancia. ¡Es cierto! Nuestro garante es el Señor, no obstante “cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc. 18, 8).
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