El hombre es todas las cosas
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- Nelson Santillan
- 18 de octubre de 2024
- El Rincón Formativo
Por Juan Ignacio Fernández Ruiz
Si pensamos en una jirafa o un hipopótamo, necesariamente nos los imaginamos en un hábitat específico. Ninguno de estos dos animales, por ejemplo, podría vivir en el centro de Buenos Aires. Para que puedan vivir ahí deberíamos replicar sus lugares naturales (así vi hace un tiempo una jirafa en el Ecoparque de Palermo). Si pensamos en un hombre, en cambio, nos lo podemos imaginar en una amplia gama de escenarios. Podríamos decir que su “hábitat” es la ciudad, pero quien habla de “ciudad” no dice un ecosistema especificado como quien dice “jungla” o “sabana”. Justamente lo urbano ya refleja esta cierta infinitud o desespecialización propia del hombre. El hombre puede vivir tanto en la Antártida como en el Ecuador, e incluso en el espacio exterior (quizás con algún eventual extraterrestre, como nos enseñaba Juan Carlos hace unas semanas). Su espacio vital no está imperfectamente limitado, sino que se abre a la ilimitación propia de su perfección espiritual: él puede habitar toda la tierra.
Si miramos el cuerpo humano, nos damos cuenta que naturalmente está desprovisto de toda una serie de “herramientas” con las que cuenta el resto de animales. El hombre no tiene ni pico, ni plumas, ni garras, ni trompa, ni aletas, ni alas, etc. Sin embargo, el hombre cuenta con la mano, que Aristóteles llama el “instrumento de instrumentos” (III De Anima c. 8, 432a2), nuestra herramienta corporal por la que podemos asirnos de cualquier herramienta. Por medio de la mano, la técnica y la razón, el hombre puede obrar como si tuviera pico, plumas, alas, etc.
Efectivamente, podemos fabricarnos aviones, ropa, cuchillos, barcos, etc. [cf. S. Th. I, q. 91, a. 3, ad 2]. Podríamos decir, parafraseando la conocida definición de Aristóteles, que el hombre es un “animal que tiene mano”. Pero allí “tener mano” no es lo específico suyo, lo que determina su modo peculiar de ser “animal” dentro del resto de “animales”, sino que, al contrario, es su capacidad de no estar especificado o determinado a una única herramienta corporal, para poder ser todas.
Miremos nuestra alma intelectiva. Aristóteles dice que ella es nuestra “forma substancial”, es decir, por nuestra alma somos el tipo determinado de vivientes que somos: Darwin, por su alma racional, es un ser humano, y no un mono. Pero también dice el Filósofo que por nuestra inteligencia podemos recibir en nuestro interior y configurarnos con las perfecciones específicas de todas las cosas: “el alma es, en cierto modo, todas las cosas”, según el famoso adagio (III De Anima c. 8, 431b21). “Ser mono” es una perfección que está concretizada materialmente en, digamos, Rafiki, o en la mona Chita, pero es una perfección que se encuentra como entendida espiritualmente en la mente de Darwin. Podemos decir sin error: Darwin es, de alguna manera, un mono. ¿De qué manera? Por el conocimiento. Al conocer nos hacemos lo conocido. No nos transformamos físicamente en lo que conocemos (para suerte de Darwin), sino que la transformación es inmaterial. La inmaterial espiritualidad de nuestra alma nos permite ser, no solo este tipo particular de ser que somos nosotros los humanos, sino también todo el universo.
Nuestra mente está abierta a la totalidad de las cosas que son (al “ente” diría Santo Tomás). Nuestra inteligencia se puede desplegar indefinidamente hacia toda la riqueza de verdad del universo. Nuestra voluntad puede buscar el bien en toda la extensión de lo real. Precisamente, enseña el Aquinate, todas las cosas del universo son “verdaderas” y “buenas” en la medida en que están referidas a la inteligencia y la voluntad del alma humana, que puede “convenir con todo ente” (De Ver. q. 1, a. 1, c.).
Por este motivo, el Doctor Angélico, siguiendo una tesis muy presente en los Padres de la Iglesia, piensa que el hombre es como un universo en miniatura: “en el hombre hay cierta semejanza del orden del universo; por eso se lo llama también mundo menor [o microcosmos]: porque todas las naturalezas casi que confluyen en el hombre” (In Sent. II, d. 1, q. 2, a. 3, sc. 2). El hombre es como un horizonte, palabra que viene del griego horismós, “separado”, porque separa y une el cielo y la tierra, todo lo visible e invisible: “Ella [el alma humana] ha sido constituida en el límite de las substancias corporales y de las separadas [del cuerpo, es decir, de las substancias espirituales]” (Q. D. de anima a. 1, c.). “Cada persona es un mundo”, decía una publicidad hace unos años.
“Es posible”, enseña Santo Tomás, “que en una única cosa [el hombre] exista la perfección de todo el universo. De allí que esta sea la última perfección hacia la que puede llegar el alma, según los filósofos; que en ella se describa todo el orden del universo, y de sus causas; en lo que, también, pusieron el fin último del hombre, que según nosotros, será en la visión de Dios, y porque según san Gregorio: ¿qué es lo que no ven los que ven al que todo lo ve?” (De Ver. q. 2, a. 2, c.).
Mientras en esta tierra cultivamos la sabiduría, por la que se refleja en nuestra mente “todo el orden del universo y de sus causas”, en la visión beatífica llegaremos a ver a la misma Causa Primera en la que están contenidas, eminentemente, las perfecciones de todo el universo, la Sabiduría a quien nos asemejaremos, “porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).
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