En el Museo del Prado, en la sala 016, se encuentra una de las obras más emblemáticas de Bartolomé Esteban Murillo: La Inmaculada Concepción de los Venerables. Pintada entre 1660 y 1665, esta obra de grandes dimensiones (óleo sobre lienzo, 274 x 190 cm) refleja la maestría técnica del pintor sevillano y nos invita a adentrarnos en el misterio de la Virgen María.
La composición, dominada por un torbellino de nubes y querubines, fluye hacia el centro donde se alza la figura de María. Cada detalle está cargado de significado. Los ángeles portan lirios, rosas y palmas, símbolos de pureza, amor y victoria. Sus gestos y posiciones no son casuales; Murillo los utiliza para guiar la lectura de la obra y reforzar la claridad del mensaje. El ángel central, al señalar hacia arriba, parece recordarnos que lo importante está en el cielo. Cerca de él, otro ángel se descubre del manto de la Virgen con una expresión de despertar, como si acabara de salir de su refugio en la protección de María, destacando su papel como madre y amparo. Más abajo, un ángel mira directamente al espectador, estableciendo un vínculo que conecta al observador con la escena y facilita la comprensión de su significado. Este recurso era particularmente eficaz en la ubicación original del cuadro, elevado en la capilla del Hospital de los Venerables.

Murillo, Bartolomé Esteban
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado
El marco original de esta obra, hoy perdido, era un elemento fundamental para completar su mensaje. Las letanías marianas, talladas con esmero, adornaban los bordes, ofreciendo alabanzas a la Virgen en cada detalle. Estas letanías, como piropos llenos de devoción, forman parte esencial de la iconografía de la Inmaculada Concepción. Aunque el marco ya no está, su recuerdo nos invita a imaginar la obra en toda su plenitud, tal como Murillo la concibió.
El rostro de la Virgen, sereno y delicado, está inclinado levemente hacia arriba. Su mirada no se dirige al espectador, sino que parece encontrar algo más allá de lo visible. Es un gesto de total abandono a la voluntad divina, que comunica la profundidad de su comunión con Dios. Este detalle, aunque pequeño, encierra la esencia misma del misterio que Murillo quiso plasmar.
La técnica de Murillo, marcada por su pincelada suave y su dominio del sfumato, envuelve la escena en una atmósfera de delicadeza y movimiento. Los tonos blancos, azules y dorados refuerzan el carácter celestial de la obra, mientras que las transiciones sutiles entre luz y sombra generan una sensación de inmaterialidad. Todo esto contribuye a que el espectador contemple la escena con un sentido de asombro y reverencia.
Esta obra pide ser meditada, no basta con una mirada superficial. Detenerse en los detalles permite descubrir la profundidad de lo representado. Al hacerlo, la pintura es una puerta hacia el misterio de la fe y el amor divino, una invitación a mirar más allá de lo evidente y a dejarnos elevar por lo bello hacia lo verdadero. Tal es el camino que nos propone la Vía Pulchritudinis.
Puedes contemplar la obra en el sitio del Museo del Prado haciendo clic aquí.
Lic. Carola Foster, Editora de Arte y Cultura