«Sacerdocio de Cristo» por el padre Juan Marchetti
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- Nelson Santillan
- 17 de agosto de 2024
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- El Rincón Formativo
Por el padre Juan Marchetti
Muchas veces nos habremos preguntado qué es un sacerdote y seguramente nuestro intento de respuesta nos ha dejado a mitad de camino, pues en esta vida el misterio del sacerdocio no puede ser del todo desvelado. El santo Cura de Ars solía decir que la grandeza del sacerdocio se comprenderá solo en el cielo. Porque si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos, no de pavor sino de amor.
Esto no significa que no podamos decir algo sobre este sacramento que pareciera no interesar a nadie, y sin embargo afecta a todo el mundo. La Carta a los Hebreos es una valiosa ayuda en esta cuestión. En ella se desarrolla la teología del único y verdadero Sacerdote: Jesucristo el Señor. Por eso les propongo esta pequeña reflexión siguiendo los pasos de este bellísimo texto sagrado.
“Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo. El es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser. El sostiene el universo con su Palabra poderosa, y después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha del trono de Dios en lo más alto del cielo. Así llegó a ser tan superior a los ángeles, cuanto incomparablemente mayor que el de ellos es el Nombre que recibió en herencia. ¿Acaso dijo Dios alguna vez a un ángel: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy»? ¿Y de qué ángel dijo: «Yo seré un padre para él y él será para mí un hijo»»? (Hb 1, 1-5).
El día de la Encarnación, el Hijo unigénito de Dios se hizo Hombre. En ese sublime, sencillo y glorioso instante, el cielo y la tierra se unieron, y desde entonces y para siempre, el tiempo y la historia de los hombres hacen eco en la eternidad. En ese admirable momento, se cumplió la promesa de Dios, pues la verdad brotó de la tierra y se unió con la justicia eterna. En ese día de fiesta, la naturaleza divina, por la unión hipostática, asumió la naturaleza humana sin menoscabo de su gloria. En ese día de júbilo y perdón apareció, en el seno purísimo de María, su verdadero Hijo: Jesucristo, Dios y Hombre. En ese día de alabanza y misterio, Jesucristo fue constituido para siempre como el Sumo y Único Sacerdote, según el orden de Melquisedec (Cfr. Sal 110,4).
Jesús es sacerdote porque es Hombre. La razón radica en que un sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres. “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir en favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1). Por eso nuestro Señor Jesús es para nosotros el Pontífice, aquel único y sólido puente entre el corazón de los hombres y Dios.
Pasaron los años de su nacimiento, y nuestro sacerdote creció en estatura, en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres (Cfr. Lc 2, 52). Experimentó lo que es vivir en familia, y aprendió a obedecer. Sintió el rigor del trabajo y empezó a mirar a sus semejantes desde su misma altura. Así, y en cada cosa que hizo, nos dejó una clase maestra, ya que si lo contemplamos en su misterio de vida, descubrimos, por ejemplo, qué es una familia agradable a los ojos de Dios; qué es el trabajo, cómo caminar para hacernos dignos y santos. Era semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (Cfr. Hb 4,15).
Jesús, aunque nunca pecó, pudo comprobar humanamente lo que son los pecados y todas las consecuencias que ellos arrastran, especialmente la enfermedad y la muerte. Así entonces, “Él puede mostrarse indulgente con los que pecan por ignorancia y con los descarriados, porque él mismo está sujeto a la debilidad humana (…) Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, porque Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb 5, 2.8-14).
Aquí se encuentra nuestro gran consuelo. Jesús es nuestro Salvador que “dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión” (Hb 5,7), y que ahora intercede para siempre por nosotros: “puede salvar en forma definitiva a los que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente para interceder por ellos. Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo. El no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo. Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hb 7, 25-27).
Éste es nuestro Buen Pastor que como tal nos guía -munus regendi-; nos enseña –munus docendi- y nos santifica -munus santificandi-, y lo sigue haciendo ahora por medio de sus ministros. Es decir, este único sacerdocio es participado a otros hombres que Dios en su infinita providencia ha elegido, “y nadie se arroga esta dignidad, si no es llamado por Dios como lo fue Aarón” (Hb 5,4). Aquí aparece la vocación sacerdotal de muchos de sus hijos. Tomados también de las comunidades de esta gran familia que es la Iglesia, de esta mies que es mucha y que necesita de muchos trabajadores, de este pueblo sacerdotal que necesita ser alimentado de la Palabra y el Pan. Por ello han sido llamados para estar con Él, porque solamente conociendo y amando al Maestro se puede ser “otro Cristo”, capaz de impartir su misericordia.
En definitiva, como decía el santo Cura de Ars “el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, y por esta razón solamente en el cielo se comprenderá lo que es el sacerdote.
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Comentario (1)
Alejandro LLanes Navarro
20 Ago 2024Muchas gracias, querido Padre Juan, por estás notas, que nos hacen comprender y querer más en profundidad la Misión del Sacerdote. Abrazo grande!