Juan Carlos Bilyk: «El mayor de los premios»
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- Nelson Santillan
- 3 de mayo de 2023
- Fundador
Por Juan Carlos Bilyk (*) para HastaDIOS, 4 de mayo de 2023
De chiquito me gustaba mucho leer historietas. En cantidades industriales. Mi papá, Tadeo, me proveía de cuanta revista podía conseguirme. Y esa fue sin duda la causa por la cual soñaba con ser yo dibujante cuando llegara a grande. Y comencé a dibujar, copiando y hasta creando mis dibujos. No me iba mal con el asunto. Tampoco que era un fenómeno dibujando. Sin embargo, algo de lo que hacía destacaba, tanto en el colegio como en el Ruca. Tal vez por la sencilla razón que era al único en mi entorno a quien le gustaba dibujar. Sin embargo, ya en mi adolescencia, empecé a darme cuenta que eso no era para nada lo mío. O, mejor dicho, percibía que mi estilo de dibujar no era
tanto por medio de gráficos, sino más bien combinando letras y palabras. O sea, se despertó en mí el gusto por la escritura.
Claro, había comenzado mi etapa lectora más seria, la de libros, con la misma voracidad que tenía por las historietas (que finalmente quedaron desplazadas en mis gustos). Mi memoria dice haber leído primero, o tal vez lo recuerde porque fue el que más me gustó en ese período de mi vida, la novela “Un capitán de quince años”, de Julio Verne. Así fue entonces que que me largué a escribir: artículos, vivencias, lo que tuviera ganas de redactar en algún momento dado. Hasta que, un día, un escuderito me pidió que lo prepare para su Primera Comunión. Yo no era formalmente un catequista, pero esa solicitud despertó en mí una doble vocación que hasta ese momento no percibía: dar catequesis, pero también escribirla. Y por eso me dije a mí mismo que, para ser catequista, tenía que escribir un catecismo. (pretensión bastante engreída de mi parte). Pero, de puro desfachatado, agarré un Catecismo, el del Padre Leonardo Castellani, y con una máquina de escribir me puse a redactar mi “catecismo miliciano” (que sí, lo admito, fue mucho copia del otro). Bien, cuestión que unos pocos años después, le di mejor forma y contenido (para que no fuera tan calco de aquel), y se lo mostré a Fray Aníbal. Entonces, palabras más o menos, me dijo: “seguí por ahí”. ¿Será ese mi camino?, me preguntaba. Esa misma noche, me invitó a cenar con los fratichellis, y en medio de la comida, alzando el “libro” (un simple encuadernado), a la vista de todos, dijo: “Acá tenemos el primer catecismo miliciano” (estas sí fueron palabras textuales del cura, que nunca olvidé). Casi que morí cuando dijo eso… pero de la vergüenza. Sin embargo, confiando más en su sugerencia que en mis capacidades, le hice caso, y seguí escribiendo.
Lo que continuó es historia más o menos conocida, al menos para algunos. Lo que importa ahora es lo que me ocurrió años después, cuando recibí mi primer premio por un libro (ya por entonces Fasta me había editado algunos, incluido aquel primer catecismo, muy reformado, que el mismo padre Fosbery personalmente se había encargado de revisar y corregir). Era un libro de catequesis, claro. O, más bien, de “For. Doc.”. No importa aquí cuál era el libro, ni cuál fue el galardón. Lo que me interesa contar aquí es que, a los pocos días de la premiación, fui a verlo al Padre a su oficina por no me acuerdo qué asunto, y entonces él, que tenía mi libro premiado en su mano, me dirigió unas
palabras que jamás podré olvidar. Mirándome fijo, me dijo: “Honrás a Fasta, y me honrás a mí”. ¡Por favor, imaginen mi semblante en ese momento! Si la otra vez casi caí redondo de la vergüenza, ahora quedé petrificado de la sorpresa y la emoción. Que esa expresión viniera de la boca del Fundador, realmente no sé cómo dimensionarla en alguna escala que conozcamos. Él, el cura, el dominico que predicaba como ninguno, el maestro que escribía como pocos, y que ya estaba dejando libros que perdurarán en la historia de Fasta y, por qué no, de la Iglesia misma, me mostró con esas pocas palabras la dimensión colosal de su nobleza, de su capacidad penetrante de ver la vocación en
cada uno de sus hijos, de su humildad ejemplar. ¡Yo, que era y sigo siendo un escritorcito, acababa de recibir el mayor de los premios, el más bello de los elogios! Luego, es verdad, vinieron otros libros y otros premios, incluso más importantes (alguno de los cuales el mismo Fundador me entregó, como ganador que fue él de ese mismo premio varios años antes). Pero la verdad es que podrán venirme con cualquier otra mención, con el Nobel de Literatura o con el Premio Miguel de Cervantes si quieren (que no vendrán nunca, por supuesto), que ninguno sería mucho para mí, porque yo ya recibí el más grande de mis premios, el más hermoso don que podría recibir un miliciano al que le gusta escribir, y que, como todo don, es absoluta, completa y enteramente inmerecido: esas palabras del Padre Aníbal Fosbery, que quedaron grabadas para siempre con fuego en mi alma, ese fuego luminoso que brotaba siempre inagotable de su corazón de padre.
(*) Juan Carlos Bilyk es miliciano de Buenos Aires y autor de numerosos libros de catequesis y formación doctrinaria
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