Por Juan Ignacio Fernández Ruiz
Como sabemos, estamos transitando un año Jubilar para toda la Iglesia. El Papa Francisco en su momento había elegido como lema algo muy familiar para nosotros, milicianos de Fasta: “Peregrinos de la Esperanza”. Por esto, nuestra intención es reflexionar brevemente en la esperanza cristiana siguiendo la teología de las virtudes de Santo Tomás de Aquino.
Como virtud, la esperanza no es un simple sentimiento o emoción sensible y pasajera, una especie de movimiento repentino de que podremos alcanzar algo grande, sino una “fuerza” estable y permanente, arraigada en nuestra afectividad espiritual, la voluntad. Como “fuerza” (virtus > vis: “fuerza”), implica un movimiento. Se trata de un impulso profundo hacia un bien, un bien muy grande, futuro o lejano, difícil de alcanzar, pero no inalcanzable, sino posible.
¿De qué bien hablamos? No otro que el Bien mismo de Dios, que es nuestra felicidad o bienaventuranza eterna. El cristiano no espera sino a Dios. ¿Cómo podemos alcanzar a Dios? Sin duda no con nuestras propias fuerzas naturales, sino por su mismo auxilio gratuito, su ayuda omnipotente y misericordiosa. Por más débiles que seamos, sostenidos en la mano de Dios, podemos tener la confianza de llegar a contactar a la misma realidad divina, en la que subsisten el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Instrumentalmente podemos apoyarnos en ayudas creadas (otras personas, los sacramentos -especialmente la Eucaristía, viático del peregrino-, etc.), pero en última instancia es Dios quien nos acerca a Él.
La esperanza es la virtud propia del que camina, del peregrino. Una posible etimología de “esperanza”, spes en latín, es est pes, o sea, “hay pie”, como diciendo: “hay camino para andar”. El que ya no puede caminar, no espera; y el que pierde la esperanza, deja de caminar. Los santos ya no caminan ni esperan, sino que su corazón reposa gozoso en la posesión de Dios (“Lo que uno ve, ¿cómo esperarlo?” Rm 8, 24). Los condenados tampoco caminan, pero porque ya no pueden poseer la meta, yerran de modo intranquilo y eternamente. Dante, en su Divina Comedia, colocaba en la entrada del infierno: “Abandonad toda esperanza los que entráis aquí”. Jesús mismo tampoco espera, pues Él ya posee el Bien Divino (personalmente es Dios y su voluntad humana está plenamente unida a Dios). Las almas que se purifican en el Purgatorio esperan la entrada definitiva en el Reino, que ya tienen asegurada. Los que propiamente esperamos somos los viadores de la Iglesia Militante o Peregrina.
Nosotros mismos en este estado de peregrinos podemos, muchas veces, desanimarnos y perder la esperanza. Más aún, vivimos en un mundo que ya no espera. Esto sucede, sostiene el Aquinate, de dos maneras:
- Por defecto: Desesperación. Se trata de pensar, como Judas, que Dios niega el perdón al que se arrepiente o que no convierte al pecador por su gracia. Supone una afirmación desordenada de la justicia divina y una falta de aprecio de su misericordia. Es pensar que no se puede ser feliz y que Dios no puede ayudarnos. Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio Magno, dice que este vicio nace de otros dos: por un lado, la lujuria, pues el que se vuelca desordenadamente hacia los bienes placenteros y terrenales del presente, desespera del futuro (¿acaso no vemos que los hombres hedonistas de nuestra cultura, en lo profundo, están intranquilos y desesperados?); por otro, la acedia, que es un apagamiento del fuego de la caridad en el alma, una tristeza por la pérdida del gozo que produce la presencia inhabitante de Dios en el corazón, una especie de parálisis espiritual. Como dice Aristóteles, nadie puede permanecer largo tiempo en la tristeza sin placer, por eso, el que se enfría espiritualmente huye y se escapa de su fin último, perdiendo la esperanza.
- Por exceso: Presunción. Se trata de pensar que Dios perdona al que no se arrepiente o que da la gloria sin méritos, sin nuestra cooperación. Es una afirmación desordenada de la misericordia y una falta de aprecio de la justicia divina. Es común encontrarnos a alguien que piense que, como “Dios es amor”, entonces no hay nada malo que pueda hacer ni castigo que pueda merecer. Todos nos terminaremos salvando. Esta actitud también detiene el caminar. La presunción, como se ve, es hija del vicio capital de la vanagloria. Por eso, Santo Tomás conecta la virtud de la esperanza al don de Temor del Espíritu Santo. El que espera, no es presuntuoso de su salvación ni se vanagloria de sus dones, sino que tiene una santa reverencia hacia Dios y teme humildemente separarse de Él.
Concluyamos: si Judas traicionado a Jesús se desesperó, pensando que no podía ser perdonado, por el contrario, San Pedro, habiendo negado a su amigo tres veces, sin embargo, le amó otras tres veces más y esperó en su gracia y misericordia. Por eso Dios le concedió ser el primer Pastor de su Cuerpo, la Iglesia. Hoy, en la figura del reciente sucesor de Pedro, León XIV, que guía la peregrinación de esta Iglesia esperanzada, confiamos en que con la ayuda de Dios llegaremos a la Patria celestial.