Romano El Meloda y la Via Pulchritudinis

Nelson Santillan

Por María Belén Coni de Ríos

Para presentar a este Padre de la Iglesia, tan poco conocido, recurrimos a la Catequesis del Papa Benedicto XVI, del miércoles 21 de mayo de 2008.

Romano el Meloda (o “el Cantor”) es sirio (valga también como homenaje a la Iglesia siria, que está sufriendo la angustia de la persecución en estos días). Nació hacia el año 490. Pertenece al gran grupo de teólogos que transformó la teología en poesía, como señala el Papa. Es que la belleza de la Fe pide ser expresada con hermosura. Son muchos los santos que han hecho de la más elevada doctrina, los poemas más elevados (el Papa recuerda, entre otros, a nuestro santo Patrono, Tomás de Aquino, y sus himnos eucarísticos, compuestos para la Fiesta de Corpus Christi).

Siendo diácono y monje en el monasterio de la Theotokos en Constantinopla, se le apareció la Madre de Dios en sueños. María le pidió que se tragara una hoja enrollada. Al despertar, a la mañana siguiente -era la fiesta de la Navidad-, Romano se puso a declamar desde el ambón: «Hoy la Virgen da a luz al Trascendente» (Himno sobre la Navidad I, Proemio). De este modo, se convirtió en predicador-cantor hasta su muerte (acontecida después del año 555).

Romano el Cantor no sólo componía poemas a partir de las Sagradas Escrituras y las verdades de la Fe; sino que teatralizaba y montaba toda la escena alrededor del ambón, ornamentaba con iconos las paredes, cantaba los poemas, y pronunciaba su homilía cantada (Kontakia), de las que se conservan ochenta y nueve (Kontakion). Estas Kontakia estaban compuestas de estrofas que concluían con un estribillo, siempre el mismo, para dar unidad al poema. Todo esto, cantado en griego vulgar (Koinée), para que resultara de fácil comprensión para la gente sencilla.

Uno de los temas centrales de todo el Kontakion es la cristología de los grandes concilios. El Papa Benedicto dice que Romano “predica una cristología sencilla, pero fundamental: la cristología de los grandes Concilios. Pero sobre todo está cerca de la piedad popular —de hecho, los conceptos de los Concilios han surgido de la piedad popular y del conocimiento del corazón cristiano—. Así, Romano subraya que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, y al ser verdadero hombre-Dios es una sola persona, la síntesis entre creación y Creador: en sus palabras humanas escuchamos la voz del Verbo mismo de Dios. Cristo era hombre —dice—, pero también Dios; sin embargo, no estaba dividido en dos: es Uno, hijo de un Padre que es Uno solo».

Es llamativa la actualidad de Romano el Cantor. Pareciera que la exhortación a la Nueva Evangelización que hiciera san Juan Pablo II, nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en su expresión, hubiera encontrado, mil quinientos años antes, una obediencia preclara en este Padre de la Iglesia.

María, de la que es un verdadero cantor enamorado, se encuentra al final de todos los himnos, cuando no son dedicados enteramente a ella. Esto también nos recuerda a san Juan Pablo II, cuyas encíclicas y documentos terminaban siempre con una referencia a la Virgen.

Hoy queremos dedicarnos a uno de esos himnos marianos, el IV, titulado Adán y Eva en el Portal. Aquí se los dejamos, para que puedan saborearlo:

Romano el Meloda

Himno IV. Adán y Eva en el Portal

Este segundo himno de la Navidad nos presenta a Adán y a Eva, quienes se acercan al portal de Belén y ruegan a María que interceda por ellos ante su Hijo. El proemio presenta el nacimiento de Cristo como acontecimiento salvífico de la humanidad. María canta a su Hijo una canción de cuna que es canto de adoración al Verbo eterno del Padre. Este canto es escuchado por Eva, envejecida en los infiernos. Su alma se llena de juventud y de esperanza. En diálogo con Adán, invita a su esposo a acercarse al portal. Adán y Eva invocan juntos la ayuda de María.
María se vuelve hacia su Hijo y, apelando a su condición de Reina del Cielo, le suplica por los de su raza. El Verbo divino mira con amor a su Madre, y le revela que, la causa de la encarnación, es, precisamente, el infinito amor que tiene por los de su estirpe.

Dividiremos las dieciocho estrofas de este himno en cuatro grandes partes.

Desde la estrofa 1 hasta la 3 encontramos el canto de adoración de la Virgen a su Hijo, el Verbo eterno del Padre, del que es testigo su virginidad. Toda la grandeza de María encuentra su fundamento en su Hijo. Por ello, según el estilo del Magnificat, la Virgen canta su grandeza, al alegrarse en su propia pequeñez. María es el mysterium lunae, como la Iglesia, porque no brilla con luz propia, sino con la Luz de Luz, que habita en Ella.

Desde la estrofa 4 hasta la 7 se da un diálogo entre Eva y su esposo, Adán. Eva le cuenta lo que han escuchado sus oídos (el Canto de María), y llena de esperanza, convence a su esposo de levantarse del letargo de la muerte. Es un diálogo dramático, que expresa el dolor por las consecuencias del pecado. Adán desconfía de su esposa y no soporta su voz, que en otro tiempo fue ocasión de su pecado. Por fin, se abre a la esperanza, y se llega, junto con ella, hasta el pesebre de Belén.

Las estrofas 8 a 12 traen otro diálogo: el de Adán y Eva con María. Un diálogo cargado de dolor, de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza. Toda la verdad de los corazones atribulados se estrella contra María, al modo de los monjes con Cristo. La escena nos muestra una Virgen conmovida hasta las lágrimas por el amor a sus padres y por la compasión hacia ellos. Sus palabras de consuelo son ya un anticipo de la respuesta de su Hijo, como las palabras a los sirvientes en las Bodas de Caná.

Desde la estrofa 13 hasta terminar el Himno, el protagonismo lo tiene Cristo, que con autoridad divina responde a la omnipotencia suplicante de su Madre. Toda la economía de la salvación está cantada en estos versos: la causa de la encarnación, su finalidad, y el modo como Cristo realizará la redención. Y, por supuesto, la asociación indisoluble de la Madre, la corredentora, en la salvación del mundo.

Vayan estos versos para animarnos a rezar con este tesoro de la Tradición de la Iglesia.

«Madre -dijo-, gracias a ti y por medio de ti yo los salvo. Si no hubiese querido salvarlos, no habría habitado en ti, no habría Yo brillado a partir de ti, no habrías oído que eres mi Madre. Por tu raza es por lo que yo aparezco en un pesebre, y porque lo he querido produzco la leche de tus pechos; gracias a ellos -los de tu raza- me llevas entre los brazos. A quien los querubines ni siquiera ven, fíjate, tú contemplas, levantas en tus brazos y, como a tu Hijo, me acaricias ¡Oh la llena de gracia!

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