Una reflexión sobre la espiritualidad dominicana

Nelson Santillan

Por Luis Vissani

Bendito sea Dios que en su amor providente y redentor nos regaló esta singular espiritualidad, fundada por el patriarca santo Domingo de Guzmán, y legada a nuestras comunidades de Fasta por nuestro Padre Fundador.

Hace ya más de ocho siglos que partió santo Domingo a la Gloria, desde donde convoca almas para el Señor, haciéndolas participes de los dones de esta espiritualidad. Así llega hasta nuestro presente, convidándonos a vivir en el Resucitado, cuya gesta de amor redentor es de una gratuidad absoluta y de iniciativa divina.

Todos conocemos los pilares esenciales que componen la espiritualidad de Santo Domingo: la vida en fraternidad, la oración, la fuerte adhesión a Nuestro Señor, la devoción a la Virgen María -con el rezo del Santo Rosario-, el estudio y la predicación.

En esta breve reflexión abordaremos sólo el pilar fundante de la espiritualidad dominicana: el seguimiento de Cristo. Éste es muy importante porque, sin él, los demás elementos se debilitarían o no serían posibles. Es decir, si no ponemos desde el principio nuestra vida toda a peregrinar detrás de Nuestro Señor, entonces nuestras vocaciones, nuestros ideales, nuestros sueños, proyectos e ilusiones se verían truncados: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Jesús, que es el Buen Pastor, cuida a sus ovejas, ellas conocen su voz, y le siguen (cfr. Jn 10,4).

Cuando hablamos del seguimiento de Cristo, ¿Qué estamos significando?

El seguimiento de Cristo, en actitud de agradecimiento, en actitud filial y obediente a la Persona del Hijo, es la realidad que, vivida, da origen y sentido a todo en nuestras vidas: oraciones, pensamientos, sentimientos, acciones, sufrimientos, errores, omisiones… El mismo Jesús y sus enseñanzas nos ubican en la realidad, y alumbran nuestra mirada y lectura de todo lo que acontece. Nosotros debemos construir, desde la interioridad de la que estamos hablando aquí, la temporalidad en la que desempeñamos misión y tareas, así como el amor a la Patria, todo desde el Evangelio. De este modo, lo que significa Nuestro Señor contemplado desde la Encarnación hasta la propia Resurrección, ha sido y es mucho más que admirable. Su gesta redentora inspira amor reverente por su sabiduría, admiración por su ejemplaridad, adoración a Él como Dios y como hombre. Todo esto en un contexto heredado de amor a Dios y al prójimo, de fe y confianza en Dios, aceptando la Cruz que nos toca en Providencia, y siendo transfigurados por la vida de la Gracia.

El seguimiento del Señor en nuestra vida, inmersos en su misterio de amor y redención, sólo se puede cultivar y alimentar desde la perspectiva de su presencia, con hechos y enseñanzas provenientes de las Sagradas Escrituras. Hechos y enseñanzas manifiestos también en la historia de la salvación, la historia de nuestra Iglesia, y nuestra historia como Ciudad Miliciana. Todo esto cobra sentido y peso real si cultivamos nuestra vida promoviéndonos desde el seguimiento del Señor, asumiéndonos como elegidos de Dios en su plan providencial de redención. Nuestra misión proviene desde el mismo bautismo, y está fortalecida por esta invitación que nos ha hecho el Señor, la de vivir como bautizados y luego llamados y consagrados en la milicia, en este nuestro espacio de salvación que es Fasta.

Aquí radica el vínculo más estrecho y directo con el sacramento del Bautismo primero y con la Eucaristía luego. Estos gravitan profundamente en nosotros mientras se despliega en el tiempo nuestra vida personal, familiar, comunitaria e institucional.

El Bautismo nos otorga identidad y pertenencia. Este carácter es lo más determinante en la definición de nuestras vidas: bajo el signo de la Cruz, como pertenencias de Cristo, ciudadanos y servidores de nuestra Iglesia y de nuestra Patria, con vocación a una militancia que comienza sirviendo a las personas reales, a las familias, a las comunidades en el tiempo, y a la vez, con vocación de vida eterna.

El seguimiento de Cristo es esencial a la espiritualidad dominicana y esencial a la vida del miliciano, sea ministro, consagrada o laico.

Permita Dios que logremos cultivar este hábito de vida espiritual, para no caer en un activismo de puro voluntarismo humano, tal vez bueno en sí mismo, pero que acciona y se despliega en la más elemental inmanencia, sin apertura a la trascendencia.

Roguemos al Señor que nos de conciencia plena de lo que significa esta identidad y pertenencia a su divina persona, para mantenernos firmes en la Fe, unidos en comunión con Él y entre nosotros.

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